La Décima
La consecución de la Décima conlleva dos efectos enormemente positivos a corto y medio plazo para el Real Madrid, más allá del evidente éxito del triunfo en sí: la obsesión que el club vivía desde hace doce años, muy especialmente en la figura de su presidente plenipotenciario, desaparece de un plumazo, lo que debería conllevar un cierto sosiego institucional que permita trabajar tranquilamente en un proyecto deportivo tan ilusionante como el de la actual plantilla; el número, la Décima Copa de Europa, es tan simbólico e icónico que esta victoria hace trascender al club, ya que ningún otro ha conseguido, ni es previsible que a medio plazo ningún otro lo consiga, semejante cantidad de títulos en la competición de clubes más importante del mundo. El Real Madrid es otra cosa. Reafirma su pátina de leyenda que, independientemente de las filias y fobias que despierta un deporte tan apasionado como el fútbol, lo hace excepcional, envidiable, admirable. El famoso cántico, recientemente renovado gracias a la victoria ante el Atlético, “¿Cómo no te voy a querer si ganaste la Copa de Europa por décima vez?” es extrapolable a cualquier aficionado al fútbol. Los seguidores del Madrid entonamos orgullosos el verbo “querer”, mientras los desafectos o incluso los más enconados rivales usarán en su lugar los verbos “admirar” u “odiar”, pero siempre con el evidente hecho de las diez Copas de Europa que dan brillo a su palmarés.
Además, la forma en la que se consiguió fue digna de toda la mitología que rodea al Real Madrid. No se trató de un ejercicio funcionarial de cómoda victoria, sino de una épica remontada iniciada in extremis con ese soberbio cabezazo de Sergio Ramos, el jugador que mejor encarna el espíritu ganador y la resistencia ante la derrota del madridismo. Hasta su punto de chulería es inherente a los valores del club.
Ganar diez finales de trece no es casualidad. Es un porcentaje demasiado elevado como para remitirse únicamente a la suerte, aunque ésta siempre juegue un caprichoso papel. Rematar un córner en el minuto 93 alzándose desde el punto de penalti y conectar un certero cabezazo a la base del poste de la portería contraria no es en ningún caso una cuestión de suerte. Es no querer perder, es voluntad de seguir adelante hasta el último instante, es fortaleza física, es calidad técnica, es entrenamiento incansable, es…un sumatorio de causas que buscan un objetivo: ganar. Ganar diez de trece finales disputadas de la Copa de Europa. Una barbaridad sólo reservada a un equipo mítico, a una camiseta que insufla ánimos a los que se la enfundan del mismo modo que intimida a los que se enfrenta en los momentos cumbre de este deporte. Por eso Sergio Ramos busca el centro de Modric con esa determinación. Por eso el aguerrido Godín pierde la marca en el momento más inoportuno ante la involuntaria pantalla de Morata y Tiago llega tarde a cubrir a su compañero. Por eso Di María, cumplido el minuto 110 de partido, inicia un imparable eslalon en el centro del campo que remata con el alma y el rechace es ejecutado con la cabeza por el hasta entonces errático Bale. Porque el Madrid es otra cosa, algo muy cercano a un mito, un equipo que juega con el viento de su historia a favor.
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