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Las flores de la guerra

Las flores de la guerra

Zhang Yimou nos regala una bella historia de sacrificio y entrega en medio de la devastación causada en la toma de Nankín por el ejército japonés a finales de 1937. Los 90 millones de dólares que costó realizar la película se gastan casi en su totalidad durante los primeros veinte minutos, donde la astucia y valentía de un soldado chino recuerdan mucho al Vassili Zaitsev de "Enemigo a las puertas". Las dos horas restantes son una cuenta atrás para conseguir salvar a unas estudiantes preadolescentes de un convento católico de ser entregadas a las tropas japonesas para su lúbrico solaz. 

Hemos de recordar en este punto que los japoneses no se conformaban con disfrutar de prostitutas, sino que esclavizaban sexualmente a las mujeres como parte del botín de guerra fruto de sus conquistas militares. Corea puede dar fe de tan funestas costumbres. 

Así pues, en la iglesia de Winchester de Nankín se refugian un grupo de jovencísimas estudiantes chinas acompañadas de un también imberbe monaguillo, un grupo de prostitutas del más famoso burdel de la ciudad y un americano alcohólico que ha acudido a maquillar al cura de la iglesia reventado por una bomba japonesa antes de ser enterrado. Este papel lo encarna Christian Bale de forma magistral, cuya ecléctica carrera ha alumbrado buenísimos papeles desde que saltara a la fama en "El imperio del sol".

Lo que sucede a partir de entonces es de una tensión insoportable y de una belleza sobrecogedora. Al principio, la dogmática candidez de las estudiantes choca frontalmente con la displicencia y grosería de las prostitutas. La dipsomanía del americano revela todas sus miserias y lo enfrenta al juicio implacable de unas y otras. Pero cuando todos toman conciencia de lo que va a suceder, sobre todo, los mayores (las alegres chicas y el americano), surge un sentimiento puro e inmanente que convierte a la película en una poesía cuyos versos enaltecen el espíritu humano: la generosidad absoluta encarnada en el sacrificio propio, el agradecimiento sordo y profundo que permanece indeleble en las almas de las que han sido salvadas por las que han ofrecido su carne al hierro candente de la bestialidad humana, el ímpetu primigenio de un padre que intenta salvar a su hija saltándose todos los dictados moralmente aceptables sólo porque no hay nada más moralmente aceptable que salvar a una hija, y el resplandor de un hombre fuera de tiempo y lugar que se niega a ser arrastrado por la corriente de la barbarie y mirar cómodamente hacia otro lado cuando se trata de los demás.

En definitiva, un analgésico ontológico potentísimo y esperanzador en estos tiempos que corren de miseria humana y cínico egoísmo. 

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