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lasnochesdeMcNulty

Piezas

Del miedo y otras certezas ineludibles

Amanece, a veces.  

Otras, la noche coge de las solapas al día

y lo esconde bajo su manto.

Entonces, los miedos acechan.

 

Porque el miedo es una industria externalizada.

Subcontrata medios y miedos ajenos:

miedos gregarios, miedos promiscuos, miedos a tiempo parcial,                                

miedos fatuos, miedos cobardes y hasta miedos reales.

 

¿Quién no siente miedo o, peor, su enfático plural?

Únicamente los imbéciles, los orates y las hormigas viven ajenos a él.                      

¿No sentía miedo Raymond Carver cuando escribía sus cuentos?                              

¿No sentía miedo Ludwig Meidner cuando pintaba sus paisajes apocalípticos?            

¡Claro que sí! ¡Sin duda! Pero seguían escribiendo y pintando                              

precisamente para aplacar su miedo a la desolación. 

 

El miedo es ante todo un tirano y un gran vanidoso.

Necesita atención constante, sumisión absoluta.

No se le combate retirándole la mirada.

Adora esa sensación de superioridad.  

 

Se afronta mirándole directamente a sus ojos ciegos de ira,                                    

atravesando sus pupilas, sus glóbulos oculares;     

ciscándose en sus cavidades y en su untuoso cerebro                                              

con condescendiente valentía, como diciéndole suave y torvamente:                          

sé que estás ahí, no puedo hacer nada para evitarlo.                                                

Pero yo también voy a seguir aquí y no vas a poder evitarlo.

Bitter Kas

Naces, creces, colegio, te tocas, bebes, follas, trabajas, hijos, lees, sigues trabajando como un gilipollas, te jubilas, nietos, CAP, Bitter Kas y muerte.

Teta, Molico, leche, Cola Cao, Mirinda, zumos, Coca Cola, cerveza, vino, gintonic, coñac, moscatel, agua, chinchón, Bitter Kas y muerte.

¿Por qué he empezado a beber Bitter Kas tan pronto? ¿Esnobismo, viejunez, mal gusto? 

¡Ni de puta coña! Bebo Bitter Kas porque sabe exactamente a la vida.

Niño con móvil en sala de espera

Ayer, en la sala de espera del dentista, perdón, clínica odontológica, como se llama en estos tiempos rimbombantes, entró un niño de unos 10 años con su madre. ¿O sería su abuela? Yo ya no sé distinguir el rango: entre que las abuelas se encargan de los nietos mucho más de lo que debieran porque los padres trabajan mucho más de lo que quisieran y que las mujeres cada vez tienen a sus hijos más tarde, yo no me atrevo nunca a decirle a un niño "¡chaval, dile a tu madre que te eduque o te meto una hostia!" Me apenaría sonrojar a una abuela por la negligencia de su hija educando hijos.

Volviendo al niño de los cojones, se sentó en una de las sillas y rápidamente su madre (o abuela) lo anestesió dándole un móvil. Espero que el de ella, aunque no puedo asegurarlo. Actualmente, muchos padres imbéciles compran a sus hijos (en sentido literal y, lo que es peor, también en sentido figurado) un estupendo smartphone para el que en absoluto son lo suficientemente maduros. En fin, allá ellos. Padres imbéciles crían a hijos imbéciles, que serán adultos imbéciles, que tendrán sus propios hijos imbéciles, que...En fin, lo de siempre: la imbecilidad es el más resistente de los genes.                                                                                    
Otra vez se me ha vuelto a escapar el niño. Vuelvo a centrame en él observándolo ahí sentado, con la cabeza como descoyuntada apoyada sobre el pecho, la mirada fija en el móvil que relincha un soniquete insoportable de juego absurdo y el dedo índice de su mano derecha golpeando la pantalla repetidamente minuto tras minuto. Parecía un autómata, ni rastro de emoción alguna en su rostro, sólo su repiqueteante dedo golpeando el mismo lugar de la pantalla del móvil una y otra vez. A la madre (o abuela) se le veía muy ufana de tener al lado a un hijo (o nieto) con las mismas capacidades que el gato dorado de un chino. Así estuvo ese pequeño imbécil hasta que llamaron a mi hijo. Estuve tentado de dejarlo entrar solo en la consulta del dentista para continuar con el espectáculo del niño alienado, pero mi hijo me levantó con su mirada.

Los papeles de Panamá

 

Se abrió una esclusa del canal
y la mierda empezó a fluir.
Un castor cabrón decidió jugar.
Retiró un tronquito y el resto se precipitó.
Nos solazamos/indignamos señalando a los presuntos evasores.
Presunto: ¡qué gran epíteto para los hijos de puta!
Acogedor paraguas del deshonesto.
De presunto a reo, nueve de cada diez.

Papeles húmedos de pringue flotan en el paraíso,
mientras adinerados nombres y reincidentes apellidos
gorgotean excusas tan opacas como las culpas que intentan eludir.
Eso sí, aquí, en el mundo “off-offshore”
seguimos pagando ivas, ierrepeefes,
ibis, itepés y lo que se nos mande.
La fiscalidad no es más que hipocresía tarifada.

No hay alambradas que detengan al defraudador.
Tampoco tratados ni legislación suficiente.
Los bancos le seguirán abriendo las puertas de par en par,
los gobiernos mirarán hacia otro lado
o, llegado el cínico caso, le amnistiarán;
que a un millonario no se le persigue, se le regulariza.

Panamá: al este la ociénaga atlántica,
al oeste la ociénaga pacífica.
¿Cuánta honradez es capaz de desalojar este canal
o cualquier otro paraíso fecal?
En una de esas ociénagas hay una gran masa de ciudadanos íntegros.
Nadie los quiere, ningún estado se hace cargo.
Vagan arremolinados con sus chalecos de honradez
a la espera de que el deshielo de los casquetes polares
anegue estos países donde lo único que tributa es la desvergüenza.

La turbia transparencia de estas filtraciones asquea.
Reflejan con luminosa opacidad que la riqueza no se redistribuye.
La riqueza se ostenta; el dinero se esconde.
Los defraudadores no se denuncian; se filtran.
Y así vamos: los sujetos culpables no se acompañan de los predicados adecuados
que prediquen con el ejemplo. 
Más bien se ocultan tras verbos eufemísticos 
que ya no conjugan verdades, sino enjugan mentiras.

Lo peor, no obstante, es la condescendencia miserable de la mayoría:
“si pudiera, yo haría lo mismo”, dicen.
Descojonados, los defraudadores piensan: 
“cuando puedas, hazlo. Por el momento ¡paga tus impuestos, imbécil!”

 

La suerte

Si me estás buscando,
estoy aquí, donde siempre:
a la vuelta de cualquier esquina.
Hay un semáforo y una señal de ceda el peso,
(sí, el peso. El paso no se cede, se aligera)
donde una máquina regala “Su turno” aleatorio, indescifrable.
Verás un gran escaparate de McDonalds que fue colmado que fue barrio,
y un cajero de banco que fue caja que fue dispendio,
y una vieja pidiendo limosna que fue diva que fue nieta.
Actualmente; mañana dios mercado dirá.

Entrego la mercancía neta,
sin prejuicios ni expectativas que la embrutezcan.
No se admiten devoluciones.
Cambios, sí. 
Tantos como el indeciso, el codicioso, el lunático desee.
Todos me quieren, pero no saben para qué.
Anhelos convertidos en desvelos.
Desvelos en decepciones.
Decepciones en excusas.
Autocomplacencia plañidera 
que todo lo achaca a la mala sombra.

Ni buena, ni mala,
ni puta, ni aciaga.
Simplemente, suerte.

Lágrima

 

Fruto de una emoción, buena o mala,
brota húmeda y desnuda.
Serpentea la mejilla reconociendo a tientas al padre o a la madre.
Por la tersura o flacidez de la cara, sabe inmediatamente si es deseada o malquerida.
Se refugia brevemente en la comisura de los labios, saboreando mieles y hieles heredadas.
Y parte hacia el sur, abalanzándose por el desfiladero del mentón.
La emancipación es rápida y brutal, más propia de un animal.
Nace de una pasión, alegre o trágica.
Así pues, su vida es un arrebato, un suspiro, un desahogo rápidamente olvidado.
Caída sobre el pecho, atraviesa un valle que desemboca en la tundra del vientre.
Ni un escondite, ni una alma, sólo una llanura interminable.
Al final, un oasis: una mentira, un pozo seco.
El instinto (y la gravedad) le liberarán de su soledad. 
Ya se atisban los humedales del sexo.
En los manglares inguinales conocerá a otros fluidos,
surgidos de las mismas o parecidas pasiones que la alumbraron.
Conocerá el éxtasis y la sordidez; la belleza y la fealdad;
la armonía y el desgarro; lo real y lo fingido.
Y entenderá el porqué de su existencia, sin artificios, con crudeza.
En adelante, no precisará de fe o superstición alguna.
El miedo habrá desaparecido por completo. 
Ni siquiera habrá incertidumbres o dudas.
Todo el camino hasta el final estará claramente marcado.
Cualquiera de las dos opciones que escoja le llevará al mismo punto:
la tierra que la absorberá para siempre sin dejar el más mínimo rastro.
No hay lágrimas inmortales, pues.
Si las personas somos un 70% lágrimas, ¿es inmortal el otro 30%?
Lo único verdaderamente inmortal son nuestros recuerdos, los que dejamos a los demás.
¿De verdad somos capaces de dejar semejante porcentaje de recuerdos? 
Malos, seguro; pero ¿buenos?
¿No será mejor que la tierra simplemente nos absorba, como a las lágrimas?

 

Las inquietantes familias de miembros iguales

De vez en cuando, te topas con familias en las que sus miembros son inquietantemente parecidos. La unidad familiar la forman tres personas: padre, madre e hijo. Si el número es mayor a tres, la semejanza se torna imposible; y si se trata de una hija tampoco sucede este curioso efecto. La edad de los padres ronda los cincuenta, sin llegar pero bordeándolos. Y el hijo varón está en edad adolescente.

Van muy juntos, casi pegados, pero sin muestras de cariño. Se diría que están acostumbrados a estar tan juntos porque no se relacionan con nadie más. Ni siquiera se miran; de hecho, miran al mismo punto indeterminado los tres. Invariablemente, se trata de personas enjutas y pálidas, de aire lánguido y aburrido. La madre es ligeramente andrógina y lleva el pelo corto, con idéntico peinado al de su marido y su hijo. Los tres llevan gafas. No son guapos, ni tampoco feos. Más bien, anodinamente asexuados. Sorprende que el padre y la madre hayan tenido un momento lo suficientemente ardoroso como para haber engendrado a su clónico hijo. Manda ella, él es un pusilánime como el hijo. Por eso tuvieron el niño. Ella quería ser madre, pero ni gozó de la concepción ni después de la maternidad.

Su ropa es sobria: el gris, el marrón y el negro predominan. Todos ellos visten pantalones, camisa y zapatos modernillos de cuero con cordones. Aunque no son ostentosos con las marcas, se percibe que la ropa es moderadamente cara. Su estilo es el punto final al que llegan los exkumbas ahipsterados. Pertenecen a una clase social acomodada, funcionarios de nivel medio-alto.

Poseen el aire espectral de las sombras a las que no prestas atención. Sin embargo, si lo haces, quedas subyugado ante su escalofriante similitud y empiezas a plantearte preguntas incómodas. Si mantienes la mirada y ellos la cruzan con la tuya, sabes que se han dado cuenta de que te estás haciendo esas preguntas incómodas, pero siguen adelante sin mostrar ademán de disconformidad alguno. Ellos saben mejor que nadie que son inquietantemente parecidos.

El calendario

Diario de la monotonía del que nadie huye.
Prisión del tiempo con condenas a perpetuidad.
Años, meses, semanas, días…
Años, meses, semanas, días…
Nada de miríadas ni sorpresas,
todo previsto, todo cerrado.
El bisiesto como única alegría disidente,
desliz bastardo alojado en el mes más corto y frío.
Romano, juliano, gregoriano… ¿es que no hay más heresiarcas?
Acaso Pirelli. Acaso los talleres mecánicos y algunos camioneros.
Los almanaques, con sus letanías de santos y santas, no aportan heterodoxia.
Abigarran el calendario con la gazmoñería religiosa. Lo degradan.
¿De verdad no hay evolución posible al calendario actual?
La esperanza de que el 4 de febrero de 2073 sea sábado simplemente no existe.
Será lunes y punto.
Me aflige.

Rick Hall y Muscle Shoals

Rick Hall y Muscle Shoals

 

Rick nació escuchando el estruendo del río Tennessee.
Creció en la cenagosa pobreza sureña. Alabama no era Alibaba.
Su hermano se coció en un barreño y la madre no lo aguantó:
se metió a puta, sin más explicación que una gélida despedida.
El padre, una cabaña y árboles que talar: su hogar.
En el colegio: humillación y desprecio. La mezquindad de los niños es la más pura y cruel.
Un único ejemplo, un buen ejemplo: el del padre. Soledad, trabajo y determinación.
Las leyendas indias evocan un río Tennessee cantor.
Sus aguas impetuosas y sibilantes acompañan a Rick.
La música recorre los meandros de su alma
removiendo lodos que enturbian los recuerdos imposibles de olvidar.
Porque hay recuerdos del pasado que perviven amargamente,
jodiendo también el presente y el futuro.
Son como los lunes de la memoria: unos hijos de puta que siempre vuelven.
Rick se casó, pero conduciendo hacia un concierto un accidente le descasó.
Otro puto recuerdo más y cinco años de alcohol para tratar de olvidar que no se puede olvidar.
Y, por fin, la música.
La productora FAME, varios músicos geniales y esas voces negras asombrosas:
Percy, Aretha, Wilson, Otis…
Una interminable sucesión de éxitos. Todos quieren grabar en Muscle Shoals.
Hasta los Rolling viajan al Sur fascinados por el sonido del estudio.
Fama, reconocimiento, dinero…Es hora de honrar al padre: un John Deere.
Al poco tiempo yace enterrado debajo del tractor, sepultado por su viejo sueño.
Culpa, estupefacción, desasosiego y, sobre todo, soledad. Otra vez.
Rick escribe una canción dedicada a su padre, que éste había estado escribiendo durante toda su vida:
el ejemplo de una vida durísima, llena de esfuerzo y dignidad alcanza el número 1.
Tras la soledad, siguiente estación: traición.
The Swampers, esos músicos locales poseedores de la magia del río Tennessee, abandonan el estudio.
Años de amistad y trabajo en común a la mierda. Los brillos de L.A. deslumbran demasiado.
Vuelta a empezar.
Afortunadamente, el río es generoso a su paso por Muscle Shoals. Anega de músicos talentosos el estudio.
Como buen pescador, sabe dónde situarse, esperar el momento y capturar la mejor pieza.
Olfatea en las veredas del torrente de la música y al escucharlo titilar se acerca a la orilla
y pesca salmones de talento, que después arregla e instrumenta magistralmente
hasta emplatarlos como el mejor gourmet.
Una partitura llena de hojas arrancadas violentamente escrita con voluntad y determinación.

 

Guy Delisle

Guy Delisle

Reconozco que nunca he sido un gran aficionado a los cómics. Sin embargo, confieso que me atraen. No sé si es su estética, su formato de fácil consumo o quizás porque se trate de una especie de conglomerado naif de varias artes que me gustan: la literatura, al narrar una historia real o fantástica; el cine, al ser lo más parecido a un storyboard y ser vivero de muchas películas de mayor o menor calidad; y la pintura, en la que cada viñeta representa un pequeño cuadro, muchos de los cuales pueden equipararse a los bocetos preliminares usados por la mayoría de pintores.

Así pues, si a este entretenido cocktail le echamos unas gotas de historia y política contemporánea, tanto mejor. Por eso he leído recientemente cuatro libros de Guy Delisle.

El primero (en orden de edición, no de lectura) fue editado en 2000: Shenzhen, que narra su experiencia de tres meses al frente de un estudio de animación en la ciudad china que da título a la obra. Refleja perfectamente la atmósfera gris y sucia de la ciudad china en pleno desarrollo, su claustrofóbica soledad y la absoluta incomunicación con su equipo de trabajo y demás gente que le rodea (el director del estudio, su traductora, su chófer y hasta su odiado recepcionista del hotel). Una de sus mejores cualidades, presente en los demás libros también, es lo bien que relata la simple cotidianeidad a través de sus viñetas, permitiendo al lector hacerse una idea bastante cercana de cuál es la realidad de esos lugares.

El segundo libro (tiene más, sólo me estoy refiriendo a aquellos que he leído) se editó en 2005: Pyongyang. Cuenta su estancia, otra vez de tres meses y otra vez dirigiendo un estudio de animación, en la capital de la inefable Corea del Norte. Juega perfectamente la baza que supone ser un testigo de excepción de la vida en la espectral Pyongyang, aunque evidentemente no puede ni trata de denunciar aquello que el régimen no le deja ver. A pesar de todas las limitaciones a las que pudo ser sometido, no deja de sorprender lo surrealista del país más cerrado del mundo. Vive alojado en un hotel para extranjeros en el que únicamente se ocupa la quinta planta (la única que tiene luz eléctrica de forma suficientemente regular) y en el que hay varios restaurantes llamados “Restaurante nº 1”, “Restaurante nº 2”, etc. con cartas muy poco variadas y escasez evidente de alimentos. Su sentido del humor es extraordinariamente agudo. Además, su cinismo, aunque en pequeñas dosis, consigue describir convincentemente las rocambolescas situaciones vividas con sus ubicuos acompañantes. Cuando acabas el libro, piensas que los ciudadanos de Pyongyang son extraterrestres que viven en el mismo epicentro del aburrimiento y la autocensura. Ciertamente, da escalofríos imaginar cómo viven el resto de norcoreanos impedidos de vivir en y con los “privilegios” de la capital.

El tercero es, sin duda, el mejor de todos: Crónicas de Jerusalén (editado en 2011), por el que obtuvo el prestigioso premio al mejor álbum en el Salón Internacional del Cómic de Angoulème en 2012. En esta ocasión se nutre del año vivido en Jerusalén acompañando a su pareja (así la define él, detesto ese apelativo), que trabaja para Médicos Sin Fronteras, y a sus dos hijos pequeños. Él no trabaja, se dedica a cuidar de los niños y a tomar notas de todo lo que visita. Al contrario que en los dos viajes anteriores, en éste se relaciona con mucha gente, tanto con israelíes como con palestinos, tanto con judíos como con musulmanes; con cristianos, con extranjeros, con lugareños, con visitantes ocasionales. Se adentra y conoce los cuatro barrios de la ciudad: el judío, el árabe (donde vive), el cristiano y el armenio. Ofrece una visión caleidoscópica de la capital religiosa mundial sin apenas notársele ninguna filia o fobia por ninguna comunidad, a pesar de lo evidente que resulta que su mujer, digo pareja trabaje en Gaza y vivan en el barrio árabe de Jerusalén. Con su fina ironía y sin prejuicios ofrece asombrosamente una visión panóptica del conflicto palestino-israelí y todo lo que le rodea. A cada uno le atiza lo que merece, con elegancia y sutileza, sin convertirse nunca en el objetivo, pero sin eludir emitir juicios de valor. Hasta los “humanitarios” reciben lo suyo. Con todos estos ingredientes configura una buena guía de una ciudad tan sugerente como Jerusalén.

Guía del mal padre (editado en 2013) es el único que no merece la pena leer. La sucesión de arrebatadas viñetas en las que se retrata como un padre displicente y demasiado sardónico están trufadas de lugares comunes y de vulgar sentido del humor. Imagino que tras el éxito de “Crónicas de Jerusalén” vio un filón fácil de explotar e, incluso, ha publicado una segunda parte.

En cualquier caso, sus otras obras son muy recomendables. De hecho, mi siguiente adquisición será “Crónicas birmanas”. Además, permiten ver su evolución como dibujante y narrador: desde el trazo oscuro y más difuminado de Shenzhen al dibujo fino, detallado y rico en matices de Crónicas de Jerusalén; así como cierta desconexión en las historias y digresiones cogidas por los pelos de Shenzhen, mientras que en Pyongyang y, sobre todo, en Crónicas de Jerusalén las historietas están mucho mejor hilvanadas y la narración es más completa y ordenada.

Los pecados capitalistas

Los pecados capitalistas

De los siete pecados capitales (lujuria, gula, pereza, ira, envidia, soberbia y avaricia) sólo los dos últimos son insaciables. Por muy libidinoso que sea uno, tras una satisfactoria sesión de sexo, el ímpetu se aplaca, aunque sea momentáneamente. El mayor de los epulones alcanzará en algún punto un hartazgo tal que le repugnará seguir comiendo. El más vago de entre los haraganes acabará levantándose siquiera a beber o a mear. Aunque el más iracundo jefe, profesor o padre ponga el grito en el cielo día tras día, tendrá momentos en los que la furia aminorará. La envidia, si bien es muy difícil de combatir, no inunda completamente el alma de las personas, excepto casos patológicos situados en los límites de la insania, ya que se trata en realidad del único pecado relacionado directamente con lo ajeno, no con lo propio.

Sin embargo, los dos últimos pecados capitales, la soberbia y la avaricia o, para mejor entendimiento en este contexto, la vanidad y la codicia son funciones crecientes que tienden al infinito, jamás se sacian. La vanidad y la codicia encarnan el éxito empresarial, ese santo grial anhelado por la sociedad capitalista. Por consiguiente, nada ni nadie les detiene. Porque el deseo, convertido en perentoria obligación, de ganar un euro más, un dólar más es inherente al sistema. Y una vez conseguido ese euro o dólar adicional, debe mostrarse a todo el mundo para regar la vanidad del triunfador. La decencia (en la obtención de beneficios con buenas artes) y la discreción (el puro y simple orgullo personal de una tarea bien hecha, no el orgullo exhibido hacia afuera que es la vanidad) han desaparecido por completo.

La codicia puede ser perfectamente definida como la maximización del beneficio, es decir, el objetivo último del capitalismo. Así pues, dada la inconmensurabilidad de este pecado y la ceguera provocada por el otro pecado típicamente capitalista, la vanidad, iremos poco a poco ahondando en las peligrosas consecuencias de ambos: desigualdad social cada vez mayor, acumulación de riqueza en menos manos y demás distorsiones anunciadas desde hace años (puestas de moda recientemente por el economista Thomas Piketty) hasta llegar a un punto inevitable de ruptura que abrirá una nueva etapa en la que el abismo será una de las inquietantes posibilidades del tablero social.

No sé cuántos años pasarán, ni si algunas mentes preclaras conseguirán retrasar el inevitable final con valientes medidas correctoras que protejan el contrato social que en mayor o menor medida llevamos años renovando de forma tácita a través de equilibrios más o menos inestables entre las diferentes instituciones y los ciudadanos de los países occidentales, pero estoy absolutamente convencido de que el colapso llegará tarde o temprano porque la codicia y la vanidad humanas llevan miles de años medrando y, finalmente, han encontrado el sistema social perfecto para su preponderancia y dominio. Porque, desgraciadamente, tanto la codicia como la vanidad están bien vistas. Un codicioso empresario hecho a sí mismo (aunque sea mediante métodos ilícitos, como recientemente han salido ejemplos a la luz pública) es admirado y loado hasta chapotear en el ridículo; en cambio, un depredador sexual o un holgazán subsidiado son vilipendiados en público y en privado. ¿Por qué esta doble moral en cuanto a pecados capitales? ¿Por qué unos son vergonzantes y otros aplaudidos? Porque el sistema capitalista no es únicamente un sistema económico, sino que ha invadido al resto de ciencias sociales. No queda un solo ámbito en la sociedad en la que no haya causado metástasis. Su esencia, la codicia, lo ha anegado todo. Y su pizpireta hermana, la vanidad, se encarga de la propaganda.

True detective

True detective

El último éxito de HBO en series es de una calidad extraordinaria. True detective no sólo narra una sórdida historia de asesinatos rituales desentrañando magistralmente la trama a pesar de los continuos flashbacks, sino que la ambientación en Luisiana, la fotografía crepuscular y la música seleccionada acompañan a la serie a la perfección. Además, la figura de Rust, encarnada hipnóticamente por Matthew McConaughey, emerge soberbiamente con una actuación memorable de un personaje que se convertirá con el tiempo en uno de los iconos de las series de televisión. Tras sus papeles en “Mud” y “Dallas Buyers Club”, por la que recibió el Oscar, el de Rust Cohle avala una carrera reinventada como actor que nos brinda todo su talento interpretativo, oculto tras ese atractivo físico que sostuvo su filmografía durante veinte años. Matthew McConaughey desarrolla un personaje atormentado, siempre a un paso de la locura, pero sin llegar a cruzar esa frontera que, sin embargo, consigue centrar toda su cordura y sagacidad en su labor como investigador de homicidios. La contención de Rust, sobre todo, en su gestualidad y en su mirada insondable es magnífica.

Nic Pizzolatto (autor del guión completo y showrunner de la serie) hilvana una truculenta historia trufada de diálogos brillantes y reflexiones nihilistas, sublimada en las conversaciones que mantienen Rust y Marty (Woody Harrelson) en el coche. La tensión de muchas de las escenas es brutal, incluso están cargadas de una violencia latente que estalla inesperadamente en ocasiones y se diluye, también sorprendentemente, en otras. Otro mérito indudable del creador de la serie es lo bien construida que está, teniendo en cuenta los saltos temporales y los diferentes roles que desempeñan los dos detectives. Desgrana inteligentemente el nudo de la historia, sin giros repentinos, de forma progresiva y cabal, avanzando poco a poco en el caso, descubriendo y relacionando antiguos crímenes, encontrando nuevos indicios e investigando posibles pistas.
El papel de Marty, contrapunto de Rust, también está representado extraordinariamente por Woody Harrelson. Astuto policía, bebedor y mujeriego, confronta su elocuente simpleza a la tortuosa y brillante mente de Rust. El recelo y desconfianza iniciales van dejando paso a una cierta admiración, que se va viciando de hastío con el paso del tiempo hasta el inevitable conflicto. En cualquier caso, es un placer disfrutar de las escenas protagonizadas por ambos.

La banda sonora que acompaña a la serie es igualmente magnífica. La música seleccionada es perfecta en todo momento. Aunque la canción de la cabecera (“Far from any road” del grupo The handsome family) es buenísima y sin duda abandera la calidad del conjunto, ninguna de las canciones que aparecen a lo largo de los ocho capítulos le va a la zaga.

La atmósfera de la serie es igualmente turbia. Está rodada en la pantanosa Luisiana, en lugares medio abandonados y decadentes. La fotografía es de una luminosidad engañosa, la típica de los ocasos de verano en los que la tarde se adentra en la noche con cielos cobrizos y azul cobalto. Muchos planos se van abriendo poco a poco hasta mostrar una naturaleza salvaje y malherida que se proyecta hacia el infinito, hacia una inmensidad melancólica. Incluso los personajes secundarios (prostitutas, policías, delincuentes) son oscuros y deprimentes, productos de la fealdad y la pobreza de la marginalidad.

Sólo tiene una pega True detective: sus últimos cinco minutos, que son la deuda a pagar por querer dejar una vía abierta a una segunda temporada. Cuestiones de la productora, no de los autores, imagino. Una pena, pero en cualquier caso disculpable, ya que las 7 horas y 55 minutos anteriores son una obra maestra.

Nighthawks (Edward Hopper, 1942)

Nighthawks (Edward Hopper, 1942)

Esta pintura representa perfectamente el estilo paradójico de Edward Hopper. La luminosidad, incluso en la escena nocturna de Nighthawks, está siempre presente, así como una cierta amplitud de campo. Muestra escenas cotidianas abiertas, aparentemente simples, que transmiten una agradable tranquilidad relajante que te atrapa en primera instancia gracias a su sobria parquedad. Sin embargo, transcurridos unos segundos, cierto desasosiego empieza a invadirte y sacudirte. La soledad se hace presente de forma evidente y el equívoco siempre emerge en cualquiera de sus cuadros. Los personajes que retrata son impenetrables, en cierto modo claustrofóbicos, como en los casos de “Habitación de hotel”, “Sol de la mañana” o “Excursión a la filosofía”. Se hace imposible saber qué piensan o qué relación tienen. Puedes conjeturar una cosa y la contraria. En esto radica precisamente la clave de su obra: a través de una pintura aparentemente simple y visualmente muy efectista capta al espectador provocándole una sonrisa de aceptación, al principio, y una mueca de asombro y conspicua duda, más tarde.

Posiblemente, la contención de sus obras refleje su origen puritano, el de esos hombres y mujeres llegados de Europa e instalados en el noreste estadounidense que a lo largo de generaciones vivieron bajo el rigor de sus creencias religiosas de forma austera y tradicional. Esa discreción le acompañó durante toda su vida, permitiéndole mantener una línea sólida y coherente a lo largo de toda su obra artística. Empezó siendo uno de los artistas abanderados en la inauguración del MoMA en 1929. Sin embargo, veinte años después el museo había cambiado radicalmente de tendencia apostando por artistas como Jackson Pollock. A pesar de ello, su reconocimiento ha pervivido a través de los vaivenes estilísticos de las diferentes corrientes del arte moderno, en ocasiones tan dudosas como fatuas.

Hay un motivo adicional por el que he escogido Nighthawks para hablar de Hopper: el cuadro parece sacado de un stroryboard de la serie Mad Men, con Don Draper y Joan Holloway sentados en la barra esperando a que el camarero les sirva un Old Fashioned. Aunque en realidad esta coincidencia denota la genialidad de dos artistas, Edward Hopper y Mathew Wiener, que a través de sus obras, pintura y cine respectivamente, consiguen captar y transmitir la realidad de una época con maestría.


Relatos de Kolimá. Varlam Shalámov. Ed. Minúscula

Relatos de Kolimá. Varlam Shalámov. Ed. Minúscula

La obra de Shalámov está dividida en seis volúmenes. Los cinco primeros recogen los relatos de sus vivencias en el Norte, en el gulag, estructurados según el orden original establecido por el propio autor. El último, inédito en esta colección de la editorial Minúscula en castellano, reúne una serie de ensayos. Este magnífico testimonio fue originalmente publicado en Londres en 1978, apenas cuatro años antes de la muerte del escritor.

 Los relatos no siguen un orden cronológico ni están agrupados por temáticas concretas. De hecho, podría leerse uno o la totalidad de ellos sin necesidad de la lectura del resto para poder entenderlos. Simplemente, narran diferentes experiencias (la mayoría vividas en primera persona) a lo largo de veinte años de cautiverio: los dos primeros a finales de la década de los años 20 y el resto desde el terrible año 1937 hasta la muerte de Stalin y la posterior rehabilitación de los presos.
 
En algunas ocasiones, Shalámov se repite y vuelve sobre historias ya contadas, lo cual tiene su explicación en el prolongado periodo durante el cual escribió todos los relatos: desde 1956 hasta 1973. No obstante, en todas ellas afloran las terribles condiciones de esos campos y minas de la muerte, donde la voraz y premeditada crueldad del estalinismo arrojó a millones de rusos con el único fin de esclavizarlos hasta su exterminio.
 
En comparación con la fría meticulosidad de “Archipiélago gulag” de A. Solzhenitsyn o el brutal, pero hermoso testimonio de E. Ginzburg en “El vértigo”, “Relatos de Kolimá” muestra la atrocidad del día a día: la cercanía constante de la muerte del “colilla”, del terminal; la abyecta arbitrariedad del régimen en los juicios y condenas; los repugnantes privilegios que disfrutaban los hampones con respecto a los presos políticos; la perversión moral de todos y cada uno de los habitantes del Norte, condenados y libres; la terrible constatación de que para sobrevivir no era únicamente necesario disponer de una fortaleza física y mental descomunal para soportar jornadas interminables de trabajos forzados a -50ºC entre continuas palizas y vejaciones, de una extraordinaria astucia para elegir bien (la vida) en infinidad de situaciones, sino que, además, debías disfrutar de una increíble suerte. 
 
Hay algunos relatos evocadores en los que excepcionalmente la bondad de un ser humano emerge y hasta triunfa. Sin embargo, hay otros realmente escalofriantes en los que cuesta seguir leyendo, como el que cuenta cuál era la forma de pago por tener sexo: un trozo de pan. La prostituta, prácticamente cualquier mujer habitante del Norte, podía comer todo lo que sus escorbúticos dientes pudiesen del pedazo de pan hasta que el cliente acabase. Evidentemente, los hampones congelaban antes el mendrugo para que la prostituta no pudiese siquiera roer una miga de pan. La maldad y la perversión estaban hasta tal punto enraizadas en aquel mundo que se hacían cotidianas.
 
Lo más impactante de esta obra es la opinión, repetida varias veces por el autor, de que su experiencia en estos campos de concentración de Kolimá fue completamente negativa, que nada bueno supo sacar o aprender de esos veinte años, absolutamente nada. Es sobrecogedor, pero leyendo sus relatos es la única opinión posible de alguien cabal.
 
Literariamente, Shalámov consigue dotar de un indisimulado lirismo a sus historias (al menos, a algunas, aquellas menos sórdidas), ya que es capaz de describir la naturaleza dura e infranqueable, pero también hermosa y pródiga con una belleza extraordinaria. Probablemente la naturaleza fue su tabla de salvación, más allá de los cursos de enfermería que le permitieron acceder a un puesto de practicante a partir de 1946, puesto que sus descripciones de la taiga, los impresionantes árboles del Norte, los animales y plantas que habitaban aquellas gélidas tierras y, sobre todo, el cielo siberiano con sus noches blancas son odas a la inconmensurable belleza de la naturaleza. 


La megalomanía: un mal muy presente

Ahora que está el caso Neymar con su sucesión de imaginativos contratos firmados por el F.C. Barcelona tan de actualidad, observo con absoluta verosimilitud que el origen de todo este asunto está relacionado con la megalomanía del ya expresidente Sandro Rosell. Cuando llegó a la presidencia del club se encontró con una situación deportiva inmejorable gracias a uno de los mejores equipos de fútbol de la historia, amén del resto de secciones también dominantes en sus respectivos deportes. En lugar de limitarse a disfrutar del éxito, decidió ser parte activa de ese éxito intentando fichar a una de las más deseadas promesas del fútbol mundial, Neymar; o mejor dicho, Neymar Jr., nombre que leí sorprendido en su camiseta el día de la presentación, pero que transcurridos unos meses ha adquirido todo el sentido. El verdadero Neymar es papá Neymar, claro. El cachondo que sin mover un dedo se ha embolsado ¿40?, ¿50?, ¿60? millones de euros. En definitiva, Sandro Rosell necesitaba ser el presidente que fichase a la anhelada joya brasileña, aunque ya tuviese en su equipo a un chico argentino llamado Lionel Messi. Sobre todo, cuando el presidente del club rival por antonomasia, otro reconocido megalómano, pugnó con la ferocidad que dan los millones ajenos por el mismo jugador del que se había encaprichado Sandro.

 Así las cosas, Sandro Rosell inundó de dinero a los Neymar y chanchulleó con los contratos para poder presentar orgulloso la pieza de su particular cacería, en la que el verdadero trofeo es la hinchazón sin límites de la vanidad. A su vez, Florentino Pérez, herido en su orgullo por el archienemigo, se gastó ¿91? ¿101? millones del club al que dice amar y servir reverencialmente en un jugador de clase media-alta, Gareth Bale. Porque, evidentemente, el desatino de un megalómano requiere una respuesta inmediata y aún más desatinada del otro megalómano en liza.
 
He usado este ejemplo de actualidad porque refleja perfectamente uno de los males que ha sufrido la sociedad española durante los últimos años: la megalomanía. Dirigentes políticos de cualquier pelaje y condición, ministros y alcaldes, presidentes del gobierno de España y presidentes de Comunidades Autónomas, todos ellos han dilapidado centenares de millones de euros en obras faraónicas: palacios de congresos, bibliotecas babilónicas, aeropuertos inéditos, museos del localismo rocambolescos…Y todo ello únicamente para satisfacer la megalomanía del político de turno. Por cierto, no estoy hablando de la corrupción y su impunidad, otra de las lacras de nuestro tiempo, sino exclusivamente de megalomanía.  
 
Pero no se ha circunscrito este prurito incontrolable del poderoso a la esfera pública, aunque sea donde más fácilmente se ha prodigado. Muchas empresas privadas también cometen el mismo pecado a través de sus directores generales, consejeros delegados y otros altos directivos, que gracias a su arbitraria vanidad toman decisiones perjudiciales para la empresa y sus propietarios. Cuando el dinero no es de uno, cualquier decisión se torna más sencilla.
 
La obsesión por ver quién la tiene más larga (la megafalomanía), quién consigue el fichaje de moda, quién construye el auditorio más impresionante (y caro), quién consigue el mayor contrato ha causado estragos a todos los niveles en nuestra sociedad. El aplauso que han recibido todos estos megalómanos por cada uno de sus desvaríos ha sido unánime. Los medios de comunicación los han proyectado como triunfadores o benefactores, aupándolos a un reconocimiento social fatuo, pero envidiable. Los pobres desgraciados que no han recibido ningún aplauso han satisfecho su megalomanía a través de ellos, lo cual es aún más triste. El voyerismo jamás puede regar la vanidad; sin embargo, así ha ocurrido en muchos casos.

Ganar está muy bien, siempre que sea a un precio adecuado y por un buen objetivo. Cuando ganar se convierte en el objetivo, el precio es lo de menos, sobre todo, si el dinero no es tuyo.


Un antónimo perfecto desenmascarado

No conozco a mi antónimo perfecto, tampoco lo necesito, pero lo aborrezco. Siento su carga desde muy pequeño. Sin aun conocer su significado, ni siquiera el mío propio, ya oía cómo lo mentaban con orgullo los mayores, mientras a mí me trataban con condescendencia al principio y, más adelante, con desprecio. Cuando, por fin, tomé conciencia de mi significado y, lo que es peor, del suyo, todavía se incrementó más mi odio hacia ese presuntuoso santurrón.

Sin embargo, conforme crecía me fueron surgiendo algunos amigos. No muchos, pero sí muy fieles. La verdad es que ninguno de ellos era de mi agrado, pero me hacían sentir mejor que la sombría soledad que hasta entonces había anegado mi vida. Esos amigos trajeron a otros, estos otros a otros más y, poco a poco, fui frecuentado y celebrado mucho más de lo que jamás soñé en mi eterna noche de infancia. De estos últimos amigos, sí que me gustaron al principio algunos, pero tarde o temprano acababan decepcionándome. Entonces, el único consuelo que me reconfortaba era que mi detestado antónimo perfecto se estaba quedando cada vez más solo. Actualmente, soy mucho más popular que él.

No revelaré mi nombre, pero sí el de mi antónimo perfecto, para que sufra el mismo escarnio público que viví yo en mis primeros años y que ha marcado de forma indeleble mi vida. Ese desgraciado al que me refiero se llama Honrado.

 

¡Hasta pronto!

Así me despidieron hace unos días en la tienda que compro la leche. Entré y me dirigí, como siempre, a la nevera de la leche fresca. Cogí tres botellas y fui a la caja. Pagué, la dependienta me devolvió el cambio y dijo: ¡hasta pronto! Le respondí y salí encantado, diría que hasta conmovido. ¡Qué bien sienta la buena educación! Porque no se trató de una consigna del comercio o de una técnica impostada, sino de simple buena educación.
 
Llevo meses comprando la leche en esa tienda dos o tres veces por semana, así que obviamente me conocen. Soy un cliente contenido, bastante lacónico. No entablo conversación más allá de la gentileza mínima en el trato. Por lo que no fue una especial deferencia hacia un cliente habitual al que conocen. Simplemente fue una agradable muestra de buena educación.
 
Me alegró esa cálida despedida, pero en seguida pensé que era sintomático que algo tan simple como un ¡hasta pronto! me hubiese sorprendido tan gratamente. La realidad no se cansa de revelar día a día la falta de buena educación imperante: nadie pide perdón o siquiera permiso en el metro para salir o entrar; pocos compañeros dan los buenos días al llegar a la oficina y aún menos son los que responden al saludo; todo el mundo se siente legitimado para interrumpirte groseramente a cada instante…
 
En definitiva, la buena educación no está de moda. Somos tan modernos, hemos llegado a un nivel tal de desarrollo que podemos perfectamente prescindir de la buena educación. Preveo un futuro sin buena educación, ni tampoco especialmente mala. Un futuro aséptico en las relaciones humanas: distante, frío e insensible. Un futuro en el que la prostitución no se centrará únicamente en el sexo, sino también en la amistad. La gente pagará por sentirse bien tratada y por disfrutar del aprecio de otra persona, aunque sólo sea durante un ratito. 

El stlánik

El stlánik

El stlánik, pariente del cedro siberiano, es un curioso árbol que anticipa el tiempo como ningún meteorólogo es capaz de predecir. Sus dotes adivinatorias le permiten recostar sus ramas y tumbarse sobre el terreno uno o dos días antes de la llegada del crudo invierno. Asimismo, sus ramas se desperezan y el árbol se yergue cuando la primavera está a punto de irrumpir entre las heladas laderas del Norte.
 
Jamás se equivoca. No atiende a fríos pasajeros para acurrucarse o a engañosos aumentos de temperatura para despertarse. Sólo reacciona cuando el implacable invierno siberiano se dispone a azotar con su gélido látigo aquellas inhóspitas tierras o cuando la ansiada primavera va a revivir la región con sus bondadosos rayos de sol.
 
Este árbol era muy querido por los habitantes expulsados del “continente” en la Rusia estalinista, ya que además de avisarles sobre el cambio inminente de estación, con los temores o esperanzas que conllevaba, les ofrecía su pródiga leña para calentar sus macilentos cuerpos.

El imperio de las luces (René Magritte, 1954)

El imperio de las luces (René Magritte, 1954)

Bajo este título Magritte pintó una serie de variaciones sobre el mismo tema. En todas ellas muestra idéntica y fascinante contraposición entre noche y día. Lo que aparentemente debería pertenecer a dos cuadros diferentes (el cielo diurno perfectamente iluminado y el resto de la composición en penumbra) se integra en una misma obra de forma extraordinaria. Miras el cuadro una y otra vez, de arriba a abajo, de abajo a arriba, y todo está en perfecta armonía, a pesar de la evidente contradicción. Admirar esta pintura es como disfrutar de la imagen de un sueño en plena vigilia. 

La iluminación intensa del farol y la tenue y apocada luz que surge de las ventanas superiores se reflejan lánguidamente sobre el lago, mientras los árboles y el resto de la casa permanecen en la oscuridad, plasmando perfectamente la escena nocturna. Sin embargo, tras la arboleda, brilla el luminoso día completamente ajeno a la quietud de la noche de debajo. 

La rosa de Jericó

La rosa de Jericó

Esta curiosa planta tiene la capacidad de permanecer seca y hecha un gurruño, como si estuviese muerta, durante años y años. Sin embargo, a la que percibe algo de humedad, sus pequeñas raíces prenden, vuelve a germinar y las hojas se despliegan con increíble rapidez. Cuando la humedad cesa, vuelve a hacerse un ovillo. Y así una y otra vez. Entre “vida” y “vida” se dedica a viajar empujada por el viento, puesto que al secarse sus pequeñas raíces se desprenden fácilmente del suelo.
 
Envidio a esta walking dead vegetal. Cuando hay sequía, entiéndase hartazgo, aburrimiento o, simplemente, “hastaloscojonismo”, te haces un ovillo y te piras. Como aparentemente estás muerto, nadie te toca las narices. Y a la que notas algo de humedad, entiéndase excitación, diversión o pasión, te levantas de nuevo y a disfrutar.