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Tres dictadores: Hitler, Mussolini y Stalin. Y un cuarto: Prusia (Emil Ludwig, 1939)

Tres dictadores: Hitler, Mussolini y Stalin. Y un cuarto: Prusia (Emil Ludwig, 1939)

¿Por qué puede resultar interesante un libro que ofrece breves relatos sobre tres personajes tan extensamente analizados y sobre los que hay una voluminosa bibliografía? Porque está escrito entre septiembre y noviembre de 1939, justo después de estallar la Segunda Guerra Mundial. Y, además, porque el análisis del cuarto "dictador", Prusia, es tan brillante como revelador.

Antes de entrar en el contenido del libro, unas pinceladas sobre el autor: nacido en 1881, escritor y periodista alemán de origen judío exiliado a Suiza en 1932, que obtuvo fama internacional en la década de los veinte gracias a sus biografías de personajes históricos. 

El capítulo sobre Hitler es el más acertado de todos y el escrito con mayor bilis. Lo tacha de loco histérico, mediocre, cobarde y mentiroso. No obstante, la crítica furibunda no se centra únicamente en el tirano, sino en la responsabilidad del pueblo alemán que lo encumbró y siguió entusiasmado en su mayoría. Aquí usa una cita de Goethe que resume perfectamente su opinión: "Pensando en el pueblo alemán he encontrado frecuentemente con la mayor amargura que en su conjunto es tan mísero como es respetable en lo individual". 

Tras desnudar las miserias del líder nazi, recrea el juicio al que sería sometido Hitler en el Tribunal de La Haya un día de 194..., una vez derrotada Alemania. Primero imagina los argumentos falaces usados por el abogado defensor y, después, desgrana las acusaciones del fiscal con precisión y claridad, detallando todos los crímenes morales cometidos por el régimen nazi. Posteriormente, se atreve también con unos pronósticos sobre el devenir de los acontecimientos, que son en su mayoría bastante cercanos a lo que sucedió después. Ludwig demuestra ser un certero analista, ya que en noviembre de 1939 predijo la derrota de Hitler, la permanencia de Stalin en el poder tras la guerra, la determinación en la victoria de los ingleses, la posición norteamericana y el alumbramiento de un paneuropeísmo al finalizar la contienda mundial. Únicamente erró en la neutralidad de Mussolini.

La descripción de Mussolini es la más dulce de todas. A éste lo conoció personalmente en una serie de entrevistas celebradas en 1928. Alaba su capacidad de seducción, su interés por la historia y su naturalidad. En sus líneas transmite cierto respeto hacia el hombre y demasiada indulgencia hacia el dictador. Sorprende y decepciona que un experto biógrafo caiga en los encantos personales de su personaje. Aunque mirado con perspectiva, y comparado con los otros dos tiranos, es hasta lógico que la figura del fascista italiano salga mucho mejor parada.

El capítulo sobre Stalin no aporta nada nuevo. También lo conoció personalmente, en una entrevista en Moscú en 1931. (Así pues, fue a Hitler al único al que no trató en persona.) La descripción del sátrapa georgiano como un déspota taimado y cruel es arquetípica. Es, sin duda, el capítulo más frío y aburrido. 

Por último, está la guinda del libro: la acusación clara y rotunda a Prusia como origen de todos los males acontecidos en Europa y Alemania desde mitades del siglo XIX hasta la fecha (1939). Señala a Prusia como una nación medieval, dominada por una clase de terratenientes semianalfabetos y reaccionarios (los Junkers) que somete a la casi esclavitud al campesinado, desprovista de espíritu creativo y sensibiidad cultural, fuertemente militarizada y entregada a los designios del emperador, orgullosa y desdeñosa con el resto de Alemania, prepotente y codiciosa. Realmente, es una diatriba espectacular, aunque perfectamente argumentada históricamente. Basta citar los grandes hombres que ha ofrecido Alemania al mundo en las más diversas disciplinas (arte, filosofía, música, ciencia...). De ellos ninguno, salvo Kant, era prusiano. Ludwig explica el motivo: Prusia era un páramo intelectual en el que nadie poseía la sensibilidad o educación mínimas para que floreciera el saber y el progreso. Es una crítica bestial, como pocas veces he leído. Incluso llega a proponer como única solución posible para el futuro de Alemania que, acabada la guerra, Prusia sea un país independiente del resto de Alemania para evitar que contamine y pudra desde dentro al resto de buenos alemanes del sur, del Rin, del industrioso valle del Ruhr o a los hanseáticos del norte occidental. El autor es absolutamente demoledor con Prusia y la identifica como una de las causas del triunfo del nazismo. 

Lo cierto es que este último capítulo me ha traído a la memoria la película "La cinta blanca" de Michael Haneke, que retrata el ambiente lóbrego, miserable, cruel y postrado de un pueblo alemán en vísperas de la Gran Guerra en 1913. Una aldea prusiana cualquiera en la que, años después, fue fácil y lógico que germinase el nazismo con absoluta naturalidad. Es curioso (y gratificante) unir un libro escrito en 1939 con una película rodada setenta años después, en 2009. 

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